Creel, traidor al país
Rafael Ruiz Harrell
Sin llegar a la franca enemistad, hay un claro distanciamiento entre la política y la lógica. Destaco el punto porque en política llegan a darse situaciones que la lógica estimaría imposibles. Piénsese, por ejemplo, en los tres candidatos más destacados en la lucha por la Presidencia y en la curiosa paradoja de que cada uno de ellos sea peor que los otros dos. No hay salida: tome a cualquiera de ellos, compare sus defectos y virtudes con las características de sus dos opositores, y en cada caso tendrá que admitir que ese es peor que sus adversarios.
Lejos de ayudarnos a disolver la paradoja, la opinión pública nos enfila directamente a la tragedia. Lo digo porque, gracias a los aciertos inconmensurables de Fox, cada vez es mayor el número de los ciudadanos dispuestos a aceptar que el problema ahora -el de hoy, hoy, hoy-, es sacar al PAN de Los Pinos. Coincido con el diagnóstico sin reservas, pero la pregunta con la que se topa uno en seguida no tiene más respuesta que la angustia porque, sí, hay que quitar al PAN, pero ¿para poner a quién?
Quizá el dilema está mal planteado porque, aun sin proponérnoslo, procedemos por comparación. Rara vez consideramos a los candidatos de manera aislada, por sí mismos, e insistimos en examinarlos entre sí, sin advertir que al concluir el proceso electoral sólo quedará uno de ellos -horror de los horrores-, y dentro de unos años habrá que acicatear a la memoria para recordar quiénes contendieron con él.
El método de considerarlos uno a uno es muy entretenido, pero adelantando resultados debo admitir que adolece de un defecto grave: conduce a lo mismo que proceder por comparación. Vistos aisladamente, juzgándolos por sus propios méritos y olvidando a los demás, resulta que ninguno de los pre candidatos merece que votemos por él. Todos están para vestir luto y ponerse a llorar por el futuro de la República.
Tomo de ejemplo a uno de ellos, Santiago Creel, sólo porque su reciente renuncia a Gobernación y la turbia concesión de casas de apuesta han dirigido hacia él los reflectores. Insisto en la regla que dirige el ejercicio: se trata de saber cómo es Creel, no de hacer comparaciones. Queda fuera del juego precisar si es tan corrupto como Madrazo porque excedió, como él, los límites en los gastos de campaña cuando aspiró al gobierno capitalino. Tampoco se trata de saber si la ley le merece tan poco respeto como a López Obrador y si éste publica un código mutilado para evitar que aparezca lo que no le gusta, Creel se saca de la manga un reglamento ilegal para otorgar las concesiones que no puede.
Todo mundo da fe, incluyéndome, que Santiago Creel es un hombre de trato amable y comedido. No hay con él exabruptos ni fricciones y todo parece ocurrir con suavidad. Y digo que parece ocurrir no porque algo destruya la tersura de tan fino trato, sino porque uno termina por descubrir que a fin de cuentas con Creel nunca pasa nada. Platica uno con él cinco minutos o media hora y al reflexionar sobre lo dicho, advierte que Santiago no dijo nada y todo fue amabilidad superficial, fruslería, agua mansa a la que no agitó una sola idea.
Quienes han intentado establecer con él un pacto, llegar a un acuerdo o convenir en una línea de acción, caen en igual conclusión: en la nebulosa ambigüedad de tantas cortesías resulta imposible saber si llegó a fincarse acuerdo alguno. Quizá no haya mejor ejemplo de la encantadora inutilidad política de la que Creel es capaz que aquel risible Acuerdo Político para Promover el Desarrollo Nacional, supuestamente suscrito en octubre del 2001, y que duró exactamente lo mismo que el fogonazo del flash que imprimió la placa en la que aparecen, sonrientes, quienes lo olvidaron antes incluso de firmarlo. ¿O recuerda usted algo de ese magno acontecimiento que, al decir de Fox, inauguraba "una nueva etapa en el engrandecimiento de la Patria"?
No está de más recordar que la llegada de Creel a la Secretaría de Gobernación, allá en diciembre del 2000, fue muy celebrada. Yo formé parte del coro, cautivado por cierto aire de honestidad y frescura que hacía de él un político distinto. No fui el único: meses antes un millón 281 mil capitalinos habían votado por él para jefe de gobierno. López Obrador ganó apenas por 18 mil votos más. Consejero ciudadano en el IFE de 1994 a 1996; abogado por la UNAM; hombre vinculado a organizaciones de derechos humanos y a revistas como Vuelta y Este País, Santiago Creel fue electo diputado federal en 1997. Dos años después se afilió formalmente al PAN. Hombre joven y de buena apariencia, se auguraba que su paso por Gobernación sería memorable.
No sucedió nada de eso porque Creel, conservador de hueso colorado, decidió caminar con pies de plomo; defender las tradiciones; actuar como si existiera el estado de derecho; no hacer ni decir nada que pudiera disgustar a otros grupos políticos y aceptar sólo los cambios verdaderamente inevitables. La inmovilidad conocía una sola excepción: la promoción de su propia carrera. Al sentarse frente a su escritorio, Creel comenzó a actuar como si estuviera escrito que era el sucesor de Fox. Su actitud dio origen a nuevas ambigüedades y a un cúmulo enorme de problemas. Por una parte porque era imposible saber si se hablaba con el delfín elegido o con el secretario de Gobernación. Por la otra porque traicionó a Fox. Como secretario de Gobernación, Creel estaba obligado a defenderle las espaldas a su jefe e intentar suplir sus deficiencias políticas más notorias -bueno, cuando menos algunas-, pero estaba tan embebido en promover su imagen que no hizo nada que pudiera perjudicarla -aunque su jefe y el país sufrieran las consecuencias.
A pesar de sus esfuerzos, la visión de Creel como un político limpio se fue desliendo y, antes de que cumpliera un año en el cargo, ya se lo veía como un hombre que pretendía ocultar con buenas maneras una incapacidad irremediable y una tortuosa falta de lealtad a sus principios. Quienes lo conocieron cuando joven dicen que el poder lo corrompió a tal grado que el Creel que salió de Gobernación había traicionado en todo al que entró y, sin salvedades, dicen que carece de patriotismo, lo califican de ruina moral y lo identifican con aquellos que por un poco de poder están dispuestos a vender su alma al diablo.
Traidor a sí mismo, traidor al país y traidor a sus principios y lealtades, no puede haber duda alguna de que hay algo inconfesable en la catarata de permisos que otorgó para las casas de juego. El documento que está enviando por internet para intentar justificarse es tan patético que sólo confirma las peores sospechas del peor "sospechosismo" -neologismo imperdonable que ha venido empleando en el afán de demeritar las críticas que recibe.
El espacio me obliga a excluir muchos otros rincones oscuros de la actuación de Santiago Creel como panista en el poder, pero espero haber dado razones suficientes para justificar por qué un hombre así -se lo compare o no con otros aspirantes-, no merece en manera alguna nuestro voto. Si las medusas fueran corteses en su trato, tanto daría votar por cualquiera de ellas porque, después de todo, en lo que toca a la espina dorsal y a las ideas están igual que el puntero más destacado del PAN.
Lejos de ayudarnos a disolver la paradoja, la opinión pública nos enfila directamente a la tragedia. Lo digo porque, gracias a los aciertos inconmensurables de Fox, cada vez es mayor el número de los ciudadanos dispuestos a aceptar que el problema ahora -el de hoy, hoy, hoy-, es sacar al PAN de Los Pinos. Coincido con el diagnóstico sin reservas, pero la pregunta con la que se topa uno en seguida no tiene más respuesta que la angustia porque, sí, hay que quitar al PAN, pero ¿para poner a quién?
Quizá el dilema está mal planteado porque, aun sin proponérnoslo, procedemos por comparación. Rara vez consideramos a los candidatos de manera aislada, por sí mismos, e insistimos en examinarlos entre sí, sin advertir que al concluir el proceso electoral sólo quedará uno de ellos -horror de los horrores-, y dentro de unos años habrá que acicatear a la memoria para recordar quiénes contendieron con él.
El método de considerarlos uno a uno es muy entretenido, pero adelantando resultados debo admitir que adolece de un defecto grave: conduce a lo mismo que proceder por comparación. Vistos aisladamente, juzgándolos por sus propios méritos y olvidando a los demás, resulta que ninguno de los pre candidatos merece que votemos por él. Todos están para vestir luto y ponerse a llorar por el futuro de la República.
Tomo de ejemplo a uno de ellos, Santiago Creel, sólo porque su reciente renuncia a Gobernación y la turbia concesión de casas de apuesta han dirigido hacia él los reflectores. Insisto en la regla que dirige el ejercicio: se trata de saber cómo es Creel, no de hacer comparaciones. Queda fuera del juego precisar si es tan corrupto como Madrazo porque excedió, como él, los límites en los gastos de campaña cuando aspiró al gobierno capitalino. Tampoco se trata de saber si la ley le merece tan poco respeto como a López Obrador y si éste publica un código mutilado para evitar que aparezca lo que no le gusta, Creel se saca de la manga un reglamento ilegal para otorgar las concesiones que no puede.
Todo mundo da fe, incluyéndome, que Santiago Creel es un hombre de trato amable y comedido. No hay con él exabruptos ni fricciones y todo parece ocurrir con suavidad. Y digo que parece ocurrir no porque algo destruya la tersura de tan fino trato, sino porque uno termina por descubrir que a fin de cuentas con Creel nunca pasa nada. Platica uno con él cinco minutos o media hora y al reflexionar sobre lo dicho, advierte que Santiago no dijo nada y todo fue amabilidad superficial, fruslería, agua mansa a la que no agitó una sola idea.
Quienes han intentado establecer con él un pacto, llegar a un acuerdo o convenir en una línea de acción, caen en igual conclusión: en la nebulosa ambigüedad de tantas cortesías resulta imposible saber si llegó a fincarse acuerdo alguno. Quizá no haya mejor ejemplo de la encantadora inutilidad política de la que Creel es capaz que aquel risible Acuerdo Político para Promover el Desarrollo Nacional, supuestamente suscrito en octubre del 2001, y que duró exactamente lo mismo que el fogonazo del flash que imprimió la placa en la que aparecen, sonrientes, quienes lo olvidaron antes incluso de firmarlo. ¿O recuerda usted algo de ese magno acontecimiento que, al decir de Fox, inauguraba "una nueva etapa en el engrandecimiento de la Patria"?
No está de más recordar que la llegada de Creel a la Secretaría de Gobernación, allá en diciembre del 2000, fue muy celebrada. Yo formé parte del coro, cautivado por cierto aire de honestidad y frescura que hacía de él un político distinto. No fui el único: meses antes un millón 281 mil capitalinos habían votado por él para jefe de gobierno. López Obrador ganó apenas por 18 mil votos más. Consejero ciudadano en el IFE de 1994 a 1996; abogado por la UNAM; hombre vinculado a organizaciones de derechos humanos y a revistas como Vuelta y Este País, Santiago Creel fue electo diputado federal en 1997. Dos años después se afilió formalmente al PAN. Hombre joven y de buena apariencia, se auguraba que su paso por Gobernación sería memorable.
No sucedió nada de eso porque Creel, conservador de hueso colorado, decidió caminar con pies de plomo; defender las tradiciones; actuar como si existiera el estado de derecho; no hacer ni decir nada que pudiera disgustar a otros grupos políticos y aceptar sólo los cambios verdaderamente inevitables. La inmovilidad conocía una sola excepción: la promoción de su propia carrera. Al sentarse frente a su escritorio, Creel comenzó a actuar como si estuviera escrito que era el sucesor de Fox. Su actitud dio origen a nuevas ambigüedades y a un cúmulo enorme de problemas. Por una parte porque era imposible saber si se hablaba con el delfín elegido o con el secretario de Gobernación. Por la otra porque traicionó a Fox. Como secretario de Gobernación, Creel estaba obligado a defenderle las espaldas a su jefe e intentar suplir sus deficiencias políticas más notorias -bueno, cuando menos algunas-, pero estaba tan embebido en promover su imagen que no hizo nada que pudiera perjudicarla -aunque su jefe y el país sufrieran las consecuencias.
A pesar de sus esfuerzos, la visión de Creel como un político limpio se fue desliendo y, antes de que cumpliera un año en el cargo, ya se lo veía como un hombre que pretendía ocultar con buenas maneras una incapacidad irremediable y una tortuosa falta de lealtad a sus principios. Quienes lo conocieron cuando joven dicen que el poder lo corrompió a tal grado que el Creel que salió de Gobernación había traicionado en todo al que entró y, sin salvedades, dicen que carece de patriotismo, lo califican de ruina moral y lo identifican con aquellos que por un poco de poder están dispuestos a vender su alma al diablo.
Traidor a sí mismo, traidor al país y traidor a sus principios y lealtades, no puede haber duda alguna de que hay algo inconfesable en la catarata de permisos que otorgó para las casas de juego. El documento que está enviando por internet para intentar justificarse es tan patético que sólo confirma las peores sospechas del peor "sospechosismo" -neologismo imperdonable que ha venido empleando en el afán de demeritar las críticas que recibe.
El espacio me obliga a excluir muchos otros rincones oscuros de la actuación de Santiago Creel como panista en el poder, pero espero haber dado razones suficientes para justificar por qué un hombre así -se lo compare o no con otros aspirantes-, no merece en manera alguna nuestro voto. Si las medusas fueran corteses en su trato, tanto daría votar por cualquiera de ellas porque, después de todo, en lo que toca a la espina dorsal y a las ideas están igual que el puntero más destacado del PAN.